1

Mientras te acomodás en tu asiento (que, como era de esperar, se traba sin posibilidad de arreglo cuando intentás reclinarlo), tratás de convencerte de que haber subido al micro fue la decisión correcta. Después de todo, nada te garantizaba que el siguiente no fuera igual o peor. Y lo mejor sería apurar este mal trago.

Finalmente, el micro arranca, y los diez o doce pasajeros que se distribuyen en los asientos gastados y con manchas de humedad hacen lo que pueden para sobrellevar el ruidoso viaje a Santa Lucía.

Qué corridita te pegaste, ¿eh? te dice tu vecino de asiento, un sexagenario en cuya sonrisa conviven restos de comida y un diente de oro.

Eeeh, sí le contestás mientras revolvés el morral en busca de los auriculares. En realidad, no tenés música cargada en el celular, pero ese es tu modo favorito de esquivar conversaciones indeseables. El hombre comprende la indirecta y despliega un diario mugriento en la sección de Policiales. A partir de ese momento, solo lo escuchás exclamar "qué barbaridad" o "no se puede creer" cada cinco o seis minutos.

A medida que los edificios van desapareciendo y ceden espacio a las casas bajas, el constante ronroneo del motor y la oscuridad en aumento te hacen caer en un medio sueño nervioso.



Mientras dormís, cabeceá hacia acá.